El Árbol
Howard
P. Lovecraft
En
una ladera verdeante del monte Maenalus, en Arcadia, hay un olivar que rodea una
villa en ruinas. Muy cerca existe una tumba, en otro tiempo tan hermosa como la
casa. En un extremo de ese sepulcro, de modo que sus curiosas raíces desplazan
los manchados bloques de mármol pentélico, crece un olivo asombrosamente
grande y de formas repugnantes; y se asemeja tan grotescamente a una figura
humana, o al cadáver contorsionado de un hombre, que los campesinos temen pasar
por allí de noche, cuando la luna ilumina débilmente sus ramas retorcidas. El
monte Maenalus fue paraje predilecto del terrible Pan, que cuenta con muchos
compañeros extraños; y los pastores sencillos creen que el árbol tiene alguna
horrenda relación con los misteriosos panisci; pero un viejo colmenero que vive en una choza vecina me
contó una historia muy distinta.
Hace
muchos años, cuando la villa de la ladera era nueva y esplendorosa, vivían en
ella dos escultores, Kalós y Musides. Sus obras eran alabadas desde Lydia a Neápolis,
y nadie se atrevía a decir que el uno aventajase al otro en habilidad. El
Hermes de Kalós se alzaba en un santuario de Corinto y la Pallas de Musides
coronaba una columna de Atenas próxima al Partenón. Todos los hombres rendían
homenaje a Kalós y a Musides, y se maravillaban de que no hubiese ni una sombra
de celos artísticos que enfriara el calor de su fraterna amistad.
Pero
aunque Kalós y Musides vivían en imperturbable armonía, sus naturalezas no
eran iguales. Mientras Musides disfrutaba por la noche entregándose a las
diversiones urbanas de Tegea, Kalós prefería quedarse en casa; entonces salía
furtivamente, a escondidas de sus esclavos, y acudía al frío retiro del
olivar. Allí meditaba las visiones que llenaban su mente, y allí concebía las
hermosas formas que luego inmortalizaba trasladándolas al mármol. Los ociosos
decían que Kalós conversaba con los espíritus del olivar, y que sus estatuas
no eran sino imágenes de los faunos y las dríadas que él veía allí.., ya
que nunca copiaba sus obras de ningún modelo vivo.
Tan
famosos eran Kalós y Musides, que a nadie extrañó que el tirano de Siracusa
les enviara emisarios para hablar de la costosa estatua de Tyché que había
proyectado erigir en su ciudad. De enorme tamaño e ingenio debía ser esta
obra, pues quería que fuese una maravilla para las naciones y una meta para los
viajeros. Aquél cuya obra resultara elegida sería exaltado más allá de
cuanto cabe imaginar; honor para el que Kalós y Musides fueron invitados a
competir. Su amor fraternal era bien conocido, y el astuto tirano supuso que
cada uno, en vez de ocultar su obra al otro, le ofrecería ayuda y consejo, que
este entendimiento produciría dos imágenes de inusitada belleza, y que aquella
que destacase eclipsaría incluso los sueños de los poetas.
Con
alegría aceptaron los escultores la oferta del tirano, y durante los días
siguientes sus esclavos oyeron el incesante golpear de los cinceles. Kalós y
Musides no se ocultaban sus obras; pero sólo ellos las veían. Salvo los suyos,
ningún par de ojos contemplaba las dos divinas figuras que los hábiles golpes
liberaban de los toscos bloques que las habían tenido aprisionadas desde los orígenes
del mundo.
Por
las noches, como siempre, Musides acudía a divertirse a los salones de Tegea,
mientras Kalós vagaba a solas por el olivar. Pero a medida que transcurría el
tiempo, los hombres observaban que le faltaba alegría al en otro tiempo
chispeante Musides. Era extraño, se decían, que la depresión se hubiese
apoderado de quien tantas probabilidades tenía de ganar la más alta recompensa
del arte. Transcurrieron muchos meses; sin embargo, el rostro afligido de
Musides no reflejaba otra cosa que la tensa expectación que la empresa
despertaba.
Luego,
un día, Musides habló de la enfermedad de Kalós, y ya nadie se maravilló de
su tristeza, porque todos sabían lo hondo y sagrado que era el afecto de los
dos escultores. Así que muchos fueron a visitar a Kalós, y pudieron comprender
la palidez de su rostro; pero también vieron en él una feliz serenidad que hacía
su mirada más mágica que la mirada de Musides, el cual, devorado por esta
ansiedad, apartaba a todos los esclavos en sus ansias por alimentar y cuidar al
amigo con sus manos. Ocultas detrás de pesadas cortinas, aguardaban las figuras
inacabadas de Tyché, a las que apenas se acercaban ya el enfermo y el fiel
compañero que le asistía.
Y
Kalós a pesar de que estaba inexplicablemente cada vez más débil, a pesar de
los auxilios de los sorprendidos médicos y los cuidados de su amigo, pedía a
menudo que le llevasen al olivar que él tanto armaba. Allí rogaba que le
dejasen, como si deseara hablar a solas con los seres invisibles. Musides
siempre complacía sus deseos, aunque sus ojos se llenaban visiblemente de lágrimas,
viendo que Kalós hacía más caso de los faunos y de las dríadas que de él.
Por último, se acercó el final, y Kalós empezó a hablar de cosas del más
allá. Musides, llorando, le prometió un sepulcro más hermoso que la tumba del
propio Mausolo; pero Kalós le rogó que no le hablase más de glorias de mármol.
Sólo un deseo obsesionaba ahora el pensamiento del moribundo: que enterrasen
junto a su sepulcro, cerca de su cabeza, unas ramitas de olivo del olivar. Y una
noche, estando a solas en la oscuridad del olivar, murió Kalós.
El
sepulcro de mármol que el afligido Musides esculpió para su amigo del alma fue
inefablemente hermoso. Nadie más que el propio Kalós habría podido emular sus
bellos bajorrelieves, donde se revelaban todos los esplendores del Eliseo. Pero
no olvidó Musides enterrar junto a la cabeza de Kalós las ramas de olivo que
su amigo le había pedido.
Cuando
el vivo dolor dio paso a la resignación, Musides volvió a trabajar con
diligencia en su figura de Tyché. Todo el honor sería ahora para él, ya que
el tirano de Siracusa no quería la obra más que de él o de Kalós. Su trabajo
le permitía ahora dar libre curso a su emoción, y trabajaba con más
constancia cada día, y eludía las diversiones a las que antes se entregaba.
Entretanto, pasaba las noches junto a la tumba de su amigo, cerca de cuya cabeza
había brotado un joven olivo. Tan rápido era el crecimiento de este árbol, y
tan extraña su forma, que quienes lo contemplaban prorrumpían en exclamaciones
de sorpresa. En cuanto a Musides, parecía producirle a la vez fascinación y
temor.
Tres
años después de la muerte de Kalós, Musides envió un emisario al tirano, y
en el ágora de Tegea se corrió la voz de que la enorme estatua estaba
terminada. A la sazón, el árbol que había crecido junto a la tumba había
adquirido unas proporciones asombrosas, superiores a todos los árboles de su
especie, y extendía una rama corpulenta por encima del recinto donde Musides
trabajaba. Como eran muchos los visitantes que acudían a contemplar el árbol
prodigioso, así como a admirar el arte del escultor, Musides casi nunca estaba
solo. Pero no le importaba esta multitud de invitados; al contrario, parecía más
temeroso de quedarse solo, ahora que su absorbente obra estaba terminada. El
viento desolado de la montaña, suspirando entre el olivar y el árbol de la
tumba, producía, de manera extraña, sonidos vagamente articulados.
El
cielo estaba oscuro la tarde en que los emisarios del tirano llegaron a Tegea.
Se sabía que venían a llevar se la gran imagen de Tyché, y a traer eterna
gloria a Musides, por la cual los proxenoi
les dispensaron una cálida acogida. Por la noche, se desató una tormenta
de viento en la cumbre del Maenalus, y los hombres de la lejana Siracusa se
alegraron de poder descansar a cubierto en
la ciudad. Hablaron de su ilustre tirano y del esplendor de su capital, y se
alegraron por la belleza de la estatua que Musides había esculpido para él.
Entonces los de Tegea les contaron lo grande que era la bondad de Musides y su
profunda aflicción por su amigo; y cómo ni siquiera los inminentes laureles
del arte podían consolarle de la ausencia de Kalós, quien quizá los habría
ceñido en su lugar. Y también les hablaron del árbol que crecía junto a la
cabeza de Kalós. Pero el viento aullaba horriblemente, y los de Siracusa y los
arcadios elevaron sus plegarias a Eolo.
Cuando
el sol salió por la mañana, los proxenoi
condujeron a los emisarios del tirano, ladera arriba, a la morada del
escultor; sin embargo, el viento de la noche había hecho cosas muy extrañas.
Los gritos de los esclavos se elevaban en medio de un escenario de desolación;
y en el olivar no se alzaban ya las espléndidas columnatas de la inmensa
residencia donde había soñado y trabajado Musides. Aisladas y rotas, sólo
quedaban las viviendas humildes y los muros inferiores, pues sobre el suntuoso
peristilo se había derrumbado la pesada rama del árbol extraño, reduciendo el
majestuoso poema de mármol a un montón de ruinas deplorables. Los extranjeros
y los tegeos se quedaron horrorizados, y se volvieron hacia el árbol siniestro
y gigantesco, cuya silueta parecía misteriosamente humana, y cuyas raíces se
hundían en el esculpido sepulcro de Kalós. Y el miedo y el espanto de todos
aumentó cuando registraron el recinto derruido y no encontraron rastro alguno
del bondadoso Musides y La maravillosamente modelada imagen de Tyché. En las
tremendas ruinas sólo reinaba el caos, y los representantes de ambas ciudades
se vieron decepcionados: los emisarios, por haberse quedado sin la estatua; los
habitantes de Tegea, por haberse quedado también sin artista al que coronar. No
obstante, los de Siracusa consiguieron, poco después, una espléndida estatua
de Atenea, y los tegeos se consolaron erigiendo en el ágora un templo de mármol
conmemorando el talento, las virtudes y la piedad fraterna de Musides.
Pero
aún sigue allí el olivar, así como el árbol que crece en la tumba de Kalós;
el viejo colmenero me ha contado que a veces sus ramas susurran, cuando sopla el
viento por la noche, y repiten una y otra vez; «¡Oída! ¡Oída!... ¡Yo sé! ¡Yo sé!».
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