El Fardo
Rubén Darío
Allá lejos, en la línea, como trazada por un lápiz
azul, que separa las aguas y los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos
de oro y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro
candente. Ya el muelle fiscal iba quedando en quietud; los guardias pasaban de
un punto a otro, las gorras metidas hasta las cejas, dando aquí y allá sus
vistazos. Inmóvil el enorme brazo de los pescantes, los jornaleros se
encaminaban a las casas. El agua murmuraba debajo del muelle, y el húmedo
viento salado, que sopla de mar afuera a la hora en que la noche sube, mantenía
las lanchas cercanas en un continuo cabeceo.
Todos los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío Lucas, que por la
mañana se estropeara un pie al subir una barrica a un carretón, y que, aunque
cojín cojeando, había trabajado todo el día, estaba sentado en una piedra y,
con la pipa en la boca, veía triste el mar.
-¡Eh, tío Lucas! ¿Se descansa?
-Sí, pues, patroncito.
Y empezó la charla, esa charla agradable y suelta que me place entablar con los
bravos hombres toscos que viven la vida del trabajo fortificante, la que da la
buena salud y la fuerza del músculo, y se nutre con el grano del poroto y la
sangre hirviente de la viña.
Yo veía con cariño a aquel viejo, y le oía con interés sus relaciones, así
todas cortadas, todas como de hombre basto, pero de pecho ingenuo. ¡Ah, conque
fue militar! ¡Conque de mozo fue soldado de Bulnes! ¡Conque todavía tuvo
resistencia para ir con su rifle hasta Miraflores! Y es casado, y tuvo un hijo
y...
Y aquí el tío Lucas:
-¡Sí, patrón, hace dos años que se me murió!
Aquellos ojos chicos y relumbrantes bajo las cejas grises y peludas, se
humedecieron entonces.
¿Que cómo se murió? En el oficio, por darnos de comer a todos: a mi mujer, a
los chiquitos y a mí, patrón, que entonces me hallaba enfermo.
Y todo me lo refirió al comenzar aquella noche, mientras las olas se cubrían
de brumas y la ciudad encendía sus luces; él, en la piedra que le servía de
asiento, después de apagar su negra pipa y de colocársela en la oreja, y de
estirar y cruzar sus piernas flacas y musculosas, cubiertas por los sucios
pantalones arremangados hasta el tobillo.
El muchacho era muy honrado y muy de trabajo. Se quiso ponerlo a la escuela
desde grandecito; pero ¡los miserables no deben aprender a leer cuando se llora
de hambre en el cuartucho"
El tío Lucas era casado, tenía muchos hijos.
Su mujer llevaba la maldición del vientre de los pobres: la fecundidad. Había,
pues, mucha boca abierta que pedía pan, mucho chico sucio que se revolcaba en
la basura, mucho cuerpo magro que temblaba de frío; era preciso ir a llevar qué
comer, a buscar harapos, y para eso, quedar sin alientos y trabajar como un
buey.
Cuando el hijo creció, ayudó al padre. Un vecino, el herrero, quiso enseñarle
su industria; pero como entonces era tan débil, casi un armazón de huesos, y
en el fuelle tenía que echar el bofe, se puso enfermo y volvió al conventillo.
¡Ah, estuvo muy enfermo! Pero no murió. ¡No murió! Y eso que vivía en uno
de esos hacinamientos humanos, entre cuatro paredes destartaladas, viejas, feas,
en la callejuela inmunda de las mujeres perdidas, hedionda a todas horas,
alumbrada de noche por escasos faroles, y en donde resuenan en perpetua llamada
a las zambras de echacorvería, las arpas y los acordeones, y en ruido de los
marineros que llegan al burdel, desesperados con la castidad de las largas
travesías, a emborracharse como cubas y a gritar y patalear como condenados. ¡Sí!
entre la podredumbre, al estrépito de las fiestas tunantescas; el chico vivió,
y pronto estuvo sano y en pie.
Luego llegaron sus quince años.
El tío Lucas había logrado, tras mil privaciones, comprar una canoa. Se hizo
pescador.
Al venir el alba, iba con su mocetón al agua, llevando los enseres de la pesca.
El uno remaba, el otro ponía en los anzuelos la carnada. Volvían a la costa
con buena esperanza de vender lo hallado, entre la brisa fría y las opacidades
de la neblina, cantando en baja voz algún "triste", y enhiesto el
remo triunfante que chorreaba espuma.
Si había buena venta, otra salida por la tarde.
Una de invierno había temporal. Padre e hijo, en la pequeña embarcación, sufrían
en el mar la locura de la ola y del viento. Difícil era llegar a tierra. Pesca
y todo se fue al agua, y se pensó en librar el pellejo. Luchaban como
desesperados por ganar la playa. Cerca de ella estaban; pero una racha maldita
los empujó contra una roca, y la canoa se hizo astillas. Ellos salieron sólo
magullados, ¡gracias a Dios! como decía el tío Lucas al narrarlo. Después,
ya son ambos lancheros.
¡Sí! lancheros; sobre las grandes embarcaciones chatas y negras; colgándose
de la cadena que rechina pendiente como una sierpe de hierro del macizo pescante
que semeja una horca; remando de pie y a compás; yendo con la lancha del muelle
al vapor y del vapor al muelle; gritando: ¡hiiooeep! cuando se empujan los
pesados bultos para engancharlos en la uña potente que los levanta balanceándolos
como un péndulo. ¡Sí! lancheros; el viejo y el muchacho, el padre y el hijo;
ambos a horcajadas sobre un cajón, ambos forcejeando, ambos ganando su jornal,
para ellos y para sus queridas sanguijuelas del conventillo.
ĺbanse todos los días al trabajo, vestidos de viejo, fajadas las
cinturas con sendas bandas coloradas, y haciendo sonar a una sus zapatos
groseros y pesados que se quitaban al comenzar la tarea, tirándolos en un rincón
de la lancha.
Empezaba el trajín, el cargar y el descargar. El padre era cuidadoso: -¡Muchacho,
que te rompes la cabeza! ¡Que te coge la mano el chicote! ¡Que te vas a perder
una canilla!-. Y enseñaba, adiestraba, dirigía al hijo, con su modo, con sus
bruscas palabras de obrero viejo y de padre encariñado.
Hasta que un día el tío Lucas no pudo moverse de la cama, porque el reumatismo
le hinchaba las coyunturas y le taladraba los huesos.
¡Oh! Y había que comprar medicinas y alimentos; eso, sí.
-Hijo, al trabajo, a buscar plata; hoy es sábado.
Y se fue el hijo, solo, casi corriendo, sin desayunarse, a la faena diaria.
Era un bello día de luz clara, de sol de oro. En el muelle rodaban los carros
sobre sus rieles, crujían las poleas, chocaban las cadenas. Era la gran confusión
del trabajo que da vértigo; el son del hierro, traqueteos por doquiera, y el
viento pasando por el bosque de árboles y jarcias de los navíos en grupo.
Debajo de uno de los pescantes del muelle estaba el hijo del tío Lucas con
otros lancheros, descargando a toda prisa. Había que vaciar la lancha repleta
de fardos. De tiempo en tiempo bajaba la larga cadena que remata en un garfio,
sonando como una matraca al correr con la roldana; los mozos amarraban los
bultos con una cuerda doblada en dos, los enganchaban en el garfio, y entonces
éstos subían a la manera de un pez en un anzuelo, o del plomo de una sonda, ya
quietos, ya agitándose de un lado a otro, como un badajo, en el vacío.
La carga estaba amontonada. La ola movía pausadamente de cuando en cuando la
embarcación colmada de fardos. Éstos formaban una a modo de pirámide en el
centro. Había uno muy pesado, muy pesado. Era el más grande de todos, ancho,
gordo y oloroso a brea. Venía en el fondo de la lancha. Un hombre de pie sobre
él, era pequeña figura para el grueso zócalo.
Era algo como todos los prosaísmos de la importación envueltos en lona y
fajados con correas de hierro. Sobre sus costados, en medio de líneas y triángulos
negros, había letras que miraban como ojos. -Letras en "diamante"-
decía el tío Lucas. Sus cintas de hierro estaban apretadas con clavos
cabezudos y ásperos; y en las entrañas tendría el monstruo, cuando menos,
linones y percales.
Sólo él faltaba.
-¡Se va el bruto! -dijo uno de los lancheros.
-¡El barrigón! -agregó el otro.
Y el hijo de Lucas, que estaba ansioso de acabar pronto, se alistaba para ir a
cobrar y desayunarse, anudándose un pañuelo a cuadros al pescuezo.
Bajó la cadena danzando en el aire. Se amarró un gran lazo al fardo, se probó
si estaba bien seguro, y se gritó: -¡Iza!- mientras la cadena tiraba de la
masa chirriando y levantándola en vilo.
Los lancheros, de pie, miraban subir el enorme peso, y se preparaban para ir a
tierra, cuando se vio una cosa horrible. El fardo, el grueso fardo, se zafó del
lazo, como de un collar holgado saca el perro la cabeza; y cayó sobre el hijo
del tío Lucas, que entre el filo de la lancha y el gran bulto quedó con los riñones
rotos, el espinazo desencajado y echando sangre negra por la boca.
Aquel día no hubo pan ni medicinas en casa del tío Lucas, sino el muchacho
destrozado, al que se abrazaba llorando el reumático, entre la gritería de la
mujer y de los chicos, cuando llevaban el cadáver al cementerio.
Me despedí del viejo lanchero, y a pasos elásticos dejé el muelle, tomando el
camino de la casa, y haciendo filosofía con toda la cachaza de un poeta, en
tanto que una brisa glacial, que venía de mar afuera, pellizcaba tenazmente las
narices y las orejas.
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